LA VISITA DE JORGE LUIS BORGES A CHILE EN 1976 EN EL CENTENARIO DE SU NACIMIENTO
Sergio Martínez Baeza
Se ha dicho por diversos autores y con insistencia, que
Borges perdió el Premio Nobel de Literatura por haber venido a Chile en 1976 y
por haber expresado aquí su adhesión al régimen militar de gobierno que
encabezaba el general Augusto Pinochet. Su biógrafo, Volodia Teitelboim, en su
libro Los dos Borges. Vida, sueños,
enigmas (Edit. Sudamericana, Santiago, 1996), nos dice que el ensayista
sueco Arthur Lundkvist, uno de los dieciocho miembros de la Real Academia sueca
que discierne el Premio Nobel, le habría confidenciado lo siguiente: “Soy y
seré un tenaz opositor a la concesión del Premio Nobel de Literatura a Borges,
por su apoyo a la dictadura de Pinochet, que ha sido usada por la propaganda de
la tiranía para intentar una operación cosmética”.
Debo reconocer que a mí me cupo
una cierta intervención en la gestación de esta visita de Borges a Chile. Ha
transcurrido casi un cuarto de siglo desde que ella ocurrió. Hoy me parece
conveniente exponer estos recuerdos en la sección de testimonios de la prestigiosa
revista Mapocho.
En el mes de mayo de 1976 yo me
desempeñaba como profesor de Historia del Derecho en la Universidad de Chile y
ocupaba el cargo de presidente del Instituto Chileno-Argentino de Cultura. Por
esos días viajé a Buenos Aires y, en una recepción a la que asistí invitado por
un amigo, el catedrático mendocino profesor Rodríguez Arias, conocí al gran
jurista argentino, tratadista de derecho penal, don Sebastián Soler. Recién
regresaba de un viaje a Chile y comentó que él había creído encontrar a nuestro
país bajo un opresivo régimen policial. Le había sorprendido la normalidad en
que se desenvolvía la vida ciudadana, después de escuchar en el exterior las
graves denuncias que se formulaban al régimen militar, lo que le inquietaba por
su propia seguridad y la de sus acompañantes. En ese instante se me ocurrió que
sería positivo para mejorar la imagen de Chile más allá de sus fronteras, que
un intelectual extranjero como el profesor Soler pudiera hacer públicas sus
impresiones. Ello me llevó a proponerle que aceptara conversar con un
periodista, que yo podría presentarle, al que repitiera las expresiones que
acababa de formular. De inmediato se apartó de mi lado con un gesto de
malestar. Al día siguiente, en vísperas de mi regreso a Chile, pasé a saludar a
Jorge Luis Borges, al que conocía desde sus tiempos de Director de la
Biblioteca Nacional. Hablamos de Chile y me dijo que le gustaría venir. No dije
nada, pero a mi regreso hablé de éstas y otras experiencias de mi reciente
viaje con Alamiro de Ávila Martel, quien era mi jefe en la Universidad, como
Director del Seminario de Historia del Derecho y, además, director de la
Biblioteca Central de la Universidad de Chile.
Pocos días después, Ávila Martel
me dijo haber conversado con el Vicerrector de extensión y Comunicaciones de la
Universidad, Ricardo Alegría Carranza, quien estaba elaborando un interesante
proyecto que pensaba llevar al Rector Delegado, general Agustín Toro Dávila que
me involucraba. Después supe que se trataba de la preparación de un Coloquio
titulado “El Universo de Jorge Luis Borges”, cuyo director sería el profesor
Paulius Stelingis, que se desarrollaría entre agosto y septiembre en la Sala
Barros Arana de esa Casa de Estudios, con la participación de varios profesores
del Departamento de Literatura de la Facultad de Filosofía y Letras. El
Coloquio debía contar con el auspicio del Instituto Chileno-Argentino de
Cultura. En mi condición de presidente de este último Instituto se me
solicitaba viajar a Buenos Aires para llevar la correspondiente invitación a
Jorge Luis Borges para que viniese a Chile a cerrar este ciclo de conferencias
sobre su vida y obra. Contesté a Ávila Martel que, con gusto viajaría a la
capital argentina y hablaría con Borges, pero que estimaba necesario hacerle saber
que se le otorgaría alguna alta distinción académica. Sugerí un doctorado Honoris Causa, en la certeza de que, si
él aceptaba viajar a Chile, la Rectoría se vería en la necesidad de cambiar de
opinión.
Se me entregó una conceptuosa
carta dirigida a Jorge Luis Borges, firmada por el Vicerrector de Extensión y
Comunicaciones, Sr. Alegría, para que en su visita a Santiago dictara tres
conferencias y presidiera el Coloquio en su honor preparado por la Universidad
y el Instituto binacional.
Se le remitía también,
un temario tentativo de las conferencias, con sus fechas:
Lunes 9 de agosto,
“Borges, clásico de nuestros días” por Paulius Stelingis;
Miércoles 11, “Borges
y la poesía de Vanguardia” por Hugo Montes Brunet;
Lunes 16, “Borges
barroco”, por Hernán Galilea;
Miércoles 18, “Borges,
manipulador de mitos”, por Felipe Alliende;
Viernes 20, “La
superación del mito y de la ciencia”, por Felipe Alliende,
Lunes 23, “Borges, el
narrador”, por Paulius Stelingis;
Miércoles 25,
“Interpretación y análisis de dos obras de Jorge Luis Borges”,
Viernes 27, “Borges,
el poeta” y
Miércoles 1 de
septiembre, “El hombre”, por Edmundo Concha.
Además, se incluía una Mesa
Redonda para el viernes 3, que sería coordinada por Ricardo Vergara R. Se
otorgaría certificado a quienes tuviesen a lo menos un 80% de asistencia. En la
carta dirigida a Borges se decía, finalmente, que se me confiaba la misión de
poner la invitación en sus manos y de arreglar con él todos los detalles de su
viaje a Santiago. No se decía ni una palabra acerca de la distinción académica
que se le concedería, lo que yo interpreté como una amplia facultad que se me
otorgaba para resolver según más conviniera. Creo que esa actitud cautelosa de
la Universidad obedecía a una gran desconfianza en el resultado de mi misión.
Si Borges no aceptaba venir, no quedaba constancia de compromiso alguno por
parte de la Universidad, y si aceptaba, entonces se resolvería sobre la
categoría de distinción. Por mi parte, yo tampoco confiaba en mis modestos
recursos para traer a Chile a Borges. Recordaba la actitud de Sebastián Soler y
pensaba que ella se repetiría, con toda seguridad, en el caso de Jorge Luis
Borges, pues no es difícil ser cortés y franco en privado, pero cosa muy
distinta es hacer expresión pública de opiniones que puedan terminar
perjudicándonos.
Viajé a Buenos Aires con no pocas
dudas acerca del éxito de mi misión, más con la secreta esperanza de contar con
la ayuda de mi antiguo amigo René Rojas Galdames, embajador de Chile en Buenos
Aires. Lo visité en su oficina, le hablé de la tarea que se me había confiado y
le pedí su cooperación. Para mi sorpresa, su reacción fue negativa y áspera. Me
pidió que no visitara a Borges ni hablara con nadie de la invitación chilena.
Luego, me explicó que tenía en su poder desde hacía ya un buen tiempo, las
condecoraciones que el gobierno de Chile había resuelto conceder a Borges y al
Premio Nobel de Química 1970, Luis Federico Leloir. Se trataba de la “Orden al
Mérito Bernardo O’Higgins” en el grado de Gran Cruz, que hasta ese momento no
había tenido ocasión de entregarles. Mientras no se las impusiera, me prohibía
hablar con Borges, pues éste podría pensar que ella estaba condicionada a la
aceptación de la invitación que lo llevaba a viajar a Chile. Salí del despacho
de mi amigo embajador con el ánimo muy decaído. Nada podría hacer por varios
días. Llamé por teléfono a Alamiro de Ávila y le conté lo ocurrido. Estuvimos
de acuerdo en que yo permaneciese en Buenos Aires, a la espera de las noticias
de René Rojas, quien debía preparar la ceremonia de entrega de las
condecoraciones lo más pronto posible.
Muy pronto recibí un llamado de
René Rojas con la noticia de que la ceremonia sería el 30 de agosto en la
Embajada y que él no podría ayudarme en nada. Al menos me dejaba en libertad de
movimiento y, aunque muy decepcionado, resolví visitar a Borges al día
siguiente.
Como a las diez de la mañana
llegué al edificio en que vivía Borges, en pleno centro y a escasas dos cuadras
de mi hotel. Subí en el ascensor hasta el último piso y toqué el timbre de su
departamento. Me atendió su antigua empleada, que me reconoció y me hizo pasar
a la sala, haciéndome ver que ya había tres personas esperando a Borges. Dos de
ellos eran rubios y anglosajones y hablaban discretamente en inglés. El tercero
era un señor maduro y moreno, muy circunspecto. Desde una habitación interior
salía la voz de Borges y algunos ruidos que demostraban que estaba terminando
de vestirse y que pronto cruzaría el umbral y estaría con nosotros. En ese
momento llegué a la convicción de que mi gestión no podría tener éxito y, para
abreviar el trámite, resolví adelantarme a las tres personas que esperaban
desde antes de mi llegada.
Cuando por fin, Borges se hizo
presente apoyado en el brazo de su empleada, dirigí una mirada de excusa a mis
compañeros de espera y con un gesto quise que entendieran que mi saludo sería
brevísimo. Me acerqué a Borges, le di mi nombre y, casi sin esperar su
reacción, le dije que era portador de una invitación de la Universidad de Chile
y le anuncié su designación como Doctor Honoris
Causa. Me dijo enseguida que le era imposible aceptar, que estaba lleno de
tareas y de viajes al exterior. Sin embargo, me sugirió que entrara a su
dormitorio y buscase en su mesa de luz una agenda en la que su secretaria tenía
anotados todos sus compromisos. Allí podría ver si tenía algún espacio libre en
los próximos meses. Lo dejé en compañía del señor moreno y entre al dormitorio
en busca de la libreta de apuntes que encontré bajo el velador junto a una escupidera,
unas zapatillas y un par de calcetines. Sobre la cama revuelta estada el pijama
y algunas prendas de vestir. Revisé la libreta y pude advertir que casi toda
ella estaba rayada, con indicación de lugares y notas que mostraban un largo
itinerario de viajes, reuniones y conferencias. Pero, afortunadamente, entre el
16 y 22 de septiembre la agenda no registraba anotaciones. Salí con ella en mi
mano, me excusé con el señor moreno que hablaba con Borges y le dije a éste que
esos días me parecían muy adecuados para su visita a Chile. De inmediato me dio
su conformidad, tal vez para evitar más interrupciones, diciéndome que anotara
este nuevo compromiso. Mientras yo marcaba con la palabra “Chile” esos días del
mes de septiembre, Borges reanudó su conversación con el señor moreno. Pero yo
estimé que no podía retirarme, sin más, y regresar a Chile, sin una respuesta
más formal de su parte y así se lo hice saber. Su expresión fue de extrañeza y
disgusto. A mi pregunta sobre si tenía papel con membrete, su respuesta fue
tajante: jamás lo había tenido, y me agregó que ni siquiera había en su casa
una máquina de escribir, que, si quería hacer una nota de respuesta, bajara a
la librería que había en la calle, en el primer piso de su edificio, que allí
me la prestarían para que yo pusiese lo que creyera conveniente.
Así lo hice y, al poco rato,
estaba de vuelta en el departamento de Borges con una carta cuya copia
conservo, en la que el escritor argentino agradece y acepta la invitación de la
Universidad de Chile y del Instituto-Argentino de Cultura, señalando que
llegará a Santiago el día 16 de septiembre. Al entrar a la sala vi que Borges
charlaba con la rubia pareja de anglosajones y que el caballero moreno ya no
estaba. Con verdadera vergüenza, pero estimulado por el buen resultado que
hasta aquí presentaba mi gestión, interrumpí nuevamente, el diálogo de Borges
con sus visitantes. Mientras le resumía el contenido de la carta le puse el
papel enfrente, un lápiz de pasta en su mano y esta última sobre la carta, que
firmó con un garabato ilegible. Con visibles deseos de que lo dejara en paz, me
dijo que esperaba encontrarme en Santiago en septiembre, se volvió hacia sus
rubios amigos y continuó su interrumpida conversación.
Me retiré de allí con una doble
sensación. Por una parte, estaba muy satisfecho de haber podido cumplir con
tanta facilidad la misión que se me había confiado. Por la otra, me sentía
confuso y dudoso acerca de si Borges había asumido con seriedad el compromiso
de estar en Chile para la fecha prevista.
Regresé a Santiago y di cuenta de
todo a mi amigo Ávila Martel. Fui felicitado y después supe que el rector Toro
Dávila y el vicerrector Alegría estaban muy satisfechos por mi gestión. Yo no
estaba nada tranquilo pues suponía que el fácil sí obtenido de Borges podría
volverse más tarde en mi contra.
Pasaron los meses y, a principios
de septiembre, Alamiro de Ávila mostró los primeros síntomas de inquietud. ¿Estaba
yo bien seguro que Borges llegaría a Santiago el día 16? Había que hacer muchos
preparativos, entre ellos los del Doctorado Honoris
Causa que, confirmando mis prevenciones, había sido finalmente aceptado por
la Rectoría. Mis dudas también eran grandes, pero preferí callar y llamar por
teléfono a Buenos Aires. Me atendió la antigua empleada de Borges, la que me
informó que éste había partido al extranjero en julio, poco después de mi
visita, creía que a los Estados Unidos. Esperé un poco y llamé a la embajada de
Argentina en Washington D.C. Allí me dijeron que Borges había estado en Nueva
York y seguido después a California. En el Consulado Argentino en Los Ángeles
no sabían nada, pero en el de Miami me dijeron que había pasado por allí y
seguido a Europa. Mis llamados continuaron a las embajadas de Argentina en Londres,
Roma, Berna y Madrid, donde se perdía la pista.
Cuando ya la preocupación me
privaba del sueño y tenía sobre mí la presión de diversos funcionarios
universitarios, una mañana, como a las ocho, sonó el teléfono junto a mi cama.
Era Jorge Luis Borges que me llamaba desde Lima para decirme que venía de regreso
de Madrid y que, conforme a lo acordado, estaría en Santiago el día 16 de
septiembre. El gran alivio que experimenté con este llamado lo compartí de
inmediato con Alamiro de Ávila, quién estaba más nervioso que yo por haber sido
el proponente de la idea al rector Toro Dávila.
Sobre la visita misma de Borges a Chile se ha escrito bastante y en la prensa de esos días se registran noticias que cualquiera puede consultar. Sólo puedo agregar que concurrí al aeropuerto a esperarlo con personal del Departamento Cultural de la Embajada Argentina. Llegó con María Kodama, entonces su secretaria. No, sin dificultades logré acercarme y decirle mi nombre. Estrechó mi mano y luego fui empujado por una masa compacta de periodistas, escritores y poetisas que pasaron a apropiarse completamente de él y que no hicieron posible que volviéramos a conversar hasta el día de su partida. Cuando estaba próximo a tomar el avión logré aproximarme y mencionar mi nombre junto a su oído. Me dijo sorprendido: ¿Pero, dónde se había Ud. metido, amigo Martínez Baeza? Sólo pude decirle que lo felicitaba por el éxito alcanzado en su visita a Santiago y que le agradecía todas sus deferencias para conmigo. Por otra parte, nadie mencionó al Instituto Chileno-Argentino de Cultura en relación con la presencia de Borges en Chile.
Han pasado más de dos décadas
desde esta visita y cada vez que oigo comentar que ella le costó a Borges el
Premio Nobel de Literatura, siento un ligero cargo de conciencia por la
insignificante participación que me cupo en la formulación de la invitación de
la Universidad de Chile y del Instituto que yo presidía. Sin duda me
tranquiliza el recordar la facilidad con que Borges la aceptó, sin vacilar. Si
él se hubiera negado, simplemente me habría retirado de su casa con la certeza
de haber hecho todo lo posible para cumplir con mi propósito.
Pienso que la condecoración
ofrecida por el embajador René Rojas, su deseo de volver a Chile y encontrarse
con viejos conocidos, el Doctorado Honoris
Causa de la Universidad de Chile y el Coloquio sobre su vida y obra,
preparado en su honor, fueron atractivos que, sumados, le hicieron tomar una
decisión rápida, poco meditada, cuyas consecuencias no pudo avizorar en ese
momento.
En la narración de estos hechos,
tal vez insustanciales, que hago en recuerdo de Jorge Luis Borges en su
centenario, he tratado de ajustarme estrictamente a la verdad, tal como lo
recuerdo, con apoyo de algunos papeles que conservo. Puede haber algún
involuntario error en el desarrollo de los acontecimientos o en mi apreciación
de las circunstancias, por todo lo cual pido excusas al lector.